Cuando trabajas en un objetivo, que sea un proyecto grande e importante para tu vida o tu trabajo, o uno más pequeño, como una simple actividad que forma parte de ese proyecto ambicioso o, simplemente, cualquier TO DO, siempre existen dos posibles resultados: lograr el objetivo, o no lograrlo; el éxito o el fracaso.
Independientemente de qué tanto o qué poco te hayas preparado o hayas trabajado con él, la posibilidad de fracasar siempre existe.
Cuando ella llega, cuando no logras tu objetivo, cuando no puedes cumplir tu tarea, cuando no puedes terminar o lograr lo que habías puesto en la agenda, tienes tres maneras de reaccionar:
- Le echas la culpa a lo externo por no lograrlo (los demás, las circunstancias).
- Te echas la culpa a ti misma. Te juzgas, te criticas, te recuerdas que “siempre es igual” o que “nunca lo lograrás”.
- Buscas aprender la lección y perseveras.
Visto de esta manera, seguramente te dirás que, evidentemente, la tercera opción es la mejor.
La pregunta que te hago, sin embargo, no es ésta, sino cuál es tu reacción principal y recurrente cuando no logras algo, cómo reaccionas ante el fracaso.
Probablemente sea una combinación de las tres, pero ¿con cuál te quedas al final? ¿Cuál es la que predomina en ti? ¿Estás dispuesta a aceptar que tu reacción predominante quizás no sea, por los momentos, aquella que más te guste?
Siempre, para lograr un cambio, el primer paso es la observación. La próxima vez que no logres algo, observa tu reacción, observa qué te dices, cómo te sientes.
Luego, trata de aceptar esa reacción. Acepta que, quizás, tu reacción no fue la que te hubieses querido que fuera. Felicítate por eso.
Sólo después podrás cambiar. Sólo después podrás evaluar lo que pasó y decidir qué vas a hacer, pensar y sentir de manera distinta la próxima vez.
Te aconsejo que leas también Qué hacer cuando no lo logras.